sábado, 10 de enero de 2009

El trabajo de un duelo

No es tan frecuente que un sujeto consulte a un psicoanalista tras la muerte de un ser querido. Sin embargo ahí estaba Carla, jurándome una y otra vez que no tendría más hijos.

Era una mujer joven. Viajaba muchos kilómetros para acudir a nuestra cita. Mientras trabajábamos su hijo de 8 años la esperaba tras las puertas del consultorio. Junto a un andén, del otro lado del conurbano, la aguardaba su esposo para que no llegara sola a su casa.

Ana, su hija menor, había muerto hacía más de un año luego de luchar contra el cáncer desde sus 6 meses. Su segundo cumpleaños fue festejado en terapia intensiva, estaba tan dolorida y desfigurada que apenas podía sonreír y susurrar.

Desde que Ana murió Carla se había aislado, no se sentía a gusto con su marido, solo reñía con él. Su pequeña la había abandonado y esto le impedía disfrutar de los que seguían estando junto a ella.

El proceso del duelo (palabra que significa "dolor") se inicia tras cada pérdida significativa. Tratándose de muertes las estadísticas hablan de 2 años para tramitarlas y aunque no siempre sucede, nada dicen de los sujetos y sus desgarros en el proceso.

La muerte de un ser amado deja un agujero en lo real. Se trata de una falta irreemplazable, el mundo entero queda trastornado por esta ausencia. La muerte viene sin que se la llame y ninguna explicación alcanza o conforma a quien sufre.

Es necesario un trabajo psíquico para que un sujeto pueda volver a tomar las riendas de su vida, pues sintiéndose abandonado se siente también un poco muerto. Para que recupere el interés en el mundo se requiere del trabajo del duelo. Se trata de un proceso mediante el cual hay que consumar la pérdida por segunda vez. El agujero en lo real debe ser autenticado pieza por pieza en el universo simbólico.

Esto quiere decir que lleva un tiempo y un arduo esfuerzo verificar día a día la ausencia del ser querido. Quien está en duelo ya "no le hace falta" a quien falleció. Perdió al ser amado y perdió también algo de sí mismo.

La muerte no se acepta fácilmente. Al principio incluso se sigue hablando de quien ha muerto en presente, como si viviera. "Siempre me dice...", "él opina que..." Más adelante se corrige el tiempo verbal, pero esto no significa que se haya aceptado la muerte del otro y que no suscite emociones como miedo, enojo, pena, etc.

Los ritos funerarios favorecen la inscripción de la pérdida (diferente de la mera ausencia) que después se deberá elaborar. Aunque inconfeso, es frecuente que se alucine al ser querido, que reaparece en escena durante los primeros tiempos bajo la forma del fantasma. Es algo común en nuestra cultura. El film "Bajo la arena" (Sous le sable, de François Ozon) nos presenta el drama de una mujer cuyo esposo desaparece misteriosamente en el mar; el director es meticuloso en su presentación de un duelo no consumado tras una muerte sin inscripción en el campo de lo simbólico.

Pero volvamos a Carla. Pasó un tiempo hasta que pudo comenzar a contarme cada detalle relacionado con la enfermedad, los padecimientos y la muerte de Ana. Antes se aseguró que pudiera soportarlo y sostenerla. No era algo fácil de largar, tampoco era algo fácil de escuchar.

No hay palabra posible que esté a la altura de la significación en estos casos. Por eso aquella joven mujer se llamaba al silencio.

Una palabra no estará a la altura, pero muchas, si.

"No quiero olvidar", me dijo. "No debe hacerlo", respondí. Todos le decían que debía dejar atrás el pasado y olvidarse de su hija. La sorprendió que mi sugerencia vaya en sentido contrario. Yo no quería que olvide, quería que me cuente.

En nuestros encuentros se impuso el tiempo del decir. Al final Carla continuó con las marcas de esta dolorosa experiencia pero sin quedar prisionera en ellas.

Al ir tramitando la muerte de su hija fue redescubriendo la presencia de su hijo. Paralelamente cesaron las riñas con su marido y comenzaron a compartir charlas y encuentros. Más adelante aun, recibió con mezcla de temor y alegría una noticia: estaba embarazada. Ahora, lejos del punto en el que se encontraba cuando vino a verme, deseaba correr el riesgo, sabiendo que nada le aseguraba que las cosas fuesen perfectas. Decidió no interrumpir este embarazo.

Para entonces me mostraba las fotografías de Ana ordenadas cronológicamente desde su nacimiento hasta la semana previa a su muerte. Fueron encuentros duros. A estas alturas ya no tenía aquellas pesadillas en las su hija le pedía ayuda. Ahora cuando soñaba con ella la veía bien; un día soñó que se despedían, que su hija se iba al cielo y le pareció buena señal. Ya no se despertaba angustiada en medio de la noche.

No mucho después dimos fin a nuestros encuentros, el trabajo había terminado. Tras la última sesión programada, cuando abandoné el consultorio esa misma noche me sorprendió encontrarla en la calle. No fue casualidad. Lucía me esperaba junto a su hijo y su marido. Aun quería mostrarme algo antes de la última despedida: "quería presentarle a mi familia". La había recuperado y quiso incluirla en nuestra historia.

Se cree en la muerte como accidente del destino. ¿Y el destino de quien debe hacer el duelo? Se supone que aquello pasará. Sin embargo si el duelo no se lleva adelante hasta el final, hay consecuencias. Faltan ganas de vivir, falta empuje para emprender desafíos nuevos, el deseo queda suspendido. Detenerse en los significados del término "suspendido" permite apreciar la magnitud del efecto en juego. Reprobado, eliminado, colgado, interrumpido, castigado, desautorizado, paralizado, demorado, apartado, roto, embargado... El deseo "suspendido" lleva a estar medio muerto o al menos bastante comprometido.

M. Rau


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